Lo más difícil de admitir para José Duque era que habían pasado las épocas doradas en las que decenas de personas entraban al circo que construyó y
movilizó por años a través de Bolivia, y que ahora, en el poblado de Girón, al noroeste de Colombia, tenía en derredor decenas de curiosos que se apiñaban para apreciar el instante en el que, atravesado por varios ganchos, permitiera que lo elevara una grúa, dos metros por encima del suelo.
Un espectáculo cruel, en criterio de muchos, y fuera de lo común, en opinión de otros, que le permite ocasionalmente arbitrar unos pesos que destina a contribuir con la reparación de templos averiados por alguna circunstancia.
--No tengo dinero, pero lo que puedo ofrecer lo pongo al servicio de la iglesia—relató al periodista de televisión que transmitió las imágenes en las que, con un estoicismo único, ofreció su espalda para que numerosos garfios surcaran su piel, permitiendo que pueda ser izado sin causarle daño.
Quienes le ayudan son especialistas, de ahí que no produzca desgarre en los músculos ni sangrado.
Al término de las muchas jornadas ha recogido una buena suma que abre la posibilidad de aplicar reparaciones en iglesias de su país...
Un corazón desprendido
La historia de José Duque nos traslada a la época en la que, estando el Señor Jesús en el templo "Levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas. Y dijo: En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía." (Lucas 21:1-4).
Nuestro amado Señor valora aquello que ofrendemos para su obra; no tiene que ser necesariamente un sacrificio ni a costa de dejar nuestra familia sin sustento para cumplir con un aporte determinado, señalado por muchos como "obligatorio" y que nos lleva a concebir una idea equivocada de Dios, quien nos ama por encima de lo que podamos dar.
Hace poco alguien me compartía su tristeza. ¿La razón? No volvió a la congregación porque el líder insistía en la obligatoriedad de hacer aportes. "Si no ofrendan, están robando a Dios", decía. Y aquel hombre cuyos ingresos son mínimos, se sentía mal porque su ofrenda era ínfima. "¿Qué opina usted?", me preguntó; mi respuesta es la misma de siempre: "Dios ama al ser humano con sus debilidades y pobreza, y no está interesado en sus riquezas. Aún si no pudiéramos dar nada, Dios nos sigue amando porque delante suyo tiene valor lo que hay en el corazón más que la disponibilidad en la cuenta de ahorros".