El hombre y el mundo

Un científico, que vivía preocupado con los problemas del mundo, estaba resuelto a encontrar los medios para aminorarlos. Pasaba días en su laboratorio en busca de respuestas para sus dudas. Cierto día, su hijo de 7 años
invadió su santuario decidido a ayudarlo a trabajar. El científico, nervioso por la interrupción, le pidió al niño que fuese a jugar a otro lugar. Viendo que era imposible sacarlo, el padre pensó en algo que pudiese darle con el objetivo de distraer su atención. De repente se encontró con una revista en donde venía el mapa del mundo ¡Justo lo que precisaba!. Con unas tijeras recortó el mapa en varios pedazos y junto con un rollo de cinta se lo entregó a su hijo diciendo: - "Como te gustan los rompecabezas, te voy a dar el mundo todo roto, para que lo repares sin ayuda de nadie". Entonces calculó que al pequeño le llevaría días componer el mapa, pero no fue así. Pasadas algunas horas, escuchó la voz del niño que lo llamaba calmadamente. - "Papá, ya hice todo, conseguí terminarlo". Al principio el padre no dio crédito a las palabras del niño. Pensó que sería imposible que, a su edad, hubiera conseguido recomponer un mapa que jamás había visto antes. Desconfiado, el científico levantó la vista de sus anotaciones con la certeza de que vería el trabajo digno de un niño. Para su sorpresa, el mapa estaba completo. Todos los pedazos habían sido colocados en sus debidos lugares. ¿Cómo era posible? ¿Cómo el niño había sido capaz? - Hijito, tú no sabías cómo era el mundo, ¿cómo lograste armarlo? -Papá, yo no sabía cómo era el mundo, pero cuando sacaste el mapa de la revista para recortarlo, vi. que del otro lado estaba la figura de un hombre. Así que di vuelta a los recortes y comencé a recomponer al hombre, que sí sabía como era. Cuando conseguí arreglar al hombre, di vuelta la hoja y vi. que había arreglado al mundo... Esta reflexión nos confirma aquella idea de que "si yo cambiara, cambiaría el mundo". Sé de tal manera y vive una vida tal, que si todos los hombres fueran como tú y vivieran como tú, nuestro mundo sería un paraíso terrenal.

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Las canicas rojas

Durante los últimos años de la depresión en una pequeña comunidad del sudeste de Idaho, solía parar en el puesto de vegetales del Sr. Miller. Allí, compraba vegetales frescos y de temporada. La comida y el dinero eran todavía escasos
y el trueque se utilizaba extensamente. Un día, el Sr. Miller, estaba colocando unas patatas en un saco mientras lo observaba un pequeñín hambriento, de rasgos delicados; harapiento pero limpio. No pude evitar escuchar la conversación entre el Hermano Miller y el niño junto a mí. - "Hola, Barry, ¿cómo está hoy?" - "Hola, Sr. Miller. Muy bien, gracias. Sólo estaba admirando las habichuelas, sí que se ven muy bien". - Están muy buenas, Barry. ¿Cómo está tu mamá? - Bien. Se pone más fuerte cada día. - Que Bien. ¿Te puedo ayudar en algo? - No, señor. Sólo miraba las habichuelas. - ¿Quisieras llevarte algunas para casa? - No señor. No tengo con qué pagarlas. - Bueno, ¿qué tienes que pudieras intercambiar por algunas de esas habichuelas? - Todo lo que tengo aquí es mi canica favorita. - ¿De veras?, déjame verla. - Aquí está. Ella es hermosa. - Puedo verla?. Hmmmm, lo único es que esta es azul y a mí me gusta el rojo. ¿Tendrás una como esta pero roja en la casa? - No exactamente, pero casi. - Te diré algo. Llévate este paquete de habichuelas a casa y en tu próximo viaje en esta dirección me dejas ver aquella canica roja. - Seguro. Gracias, Sr. Miller. La Sra. Miller, quien había estado parada cerca se acercó a ayudarme. Con una sonrisa dijo: - Hay otros dos muchachos como él en nuestra comunidad, los tres se encuentran en circunstancias muy pobres. A Jim le gusta regatear con ellos por las habichuelas, manzanas, tomates o lo que sea. Cuando regresan con sus canicas rojas, y siempre lo hacen, decide que no le gusta el rojo después de todo y les envía de vuelta a casa con un paquete de producto por una canica verde o naranja, quizás. Dejé el puesto, sonriéndome a mí misma, impresionada con este hombre. Poco después me mudé para Utah pero nunca olvidé la historia de este hombre, los muchachos y su trueque. Pasaron varios años, cada uno más veloz que el otro. Hace poco tuve la oportunidad de visitar a algunos viejos amigos en la comunidad de Idaho y estando allí descubrí que el Hermano Miller había muerto. Tenían su cadáver en Capilla Ardiente aquella tarde y sabiendo que mis amigos querían ir, acepté acompañarles. Al llegar a la funeraria nos colocamos en línea para saludar a los parientes del difunto y ofrecer cualesquiera palabras de consuelo que pudiésemos. Delante de nosotros en la línea estaban tres hombres jóvenes. Uno lucía un uniforme del ejército y los otros dos lucían buenos cortes de cabello, vestidos negros y camisas blancas. Se veían muy profesionales. Se acercaron a la Sra. Miller, quien estaba al lado del féretro de su esposo. Cada uno de esos tres jóvenes la abrazó, la besó en la mejilla, hablaron con ella brevemente y luego se dirigieron al féretro. Sus ojos se estaban humedeciendo, uno por uno, cada joven se detuvo brevemente colocando sus cálidas manos sobre la pálida mano en el ataúd. Los tres dejaron la funeraria secándose sus ojos. Llegó nuestro turno para saludar a la Sra. Miller. Le dije quién era, mencioné la recordada historia que ella me había contado acerca de las canicas. Con los ojos brillantes me llevó de la mano hacia el féretro. - Los tres jóvenes que acaban de irse eran los muchachos de los que te había hablado. Me acabaron de decir lo mucho que apreciaban las cosas que Jim "intercambió" con ellos. Ahora, al fin, cuando Jim no podía cambiar de idea sobre el color o el tamaño, vinieron a pagar su deuda. Nunca tuvimos mucha riqueza en este mundo - nos compartió - pero ahora mismo, Jim se hubiese sentido el hombre más rico de Idaho. Con amoroso cuidado levantó los dedos sin vida de su esposo difunto y descansando debajo se hallaban tres, preciosas y brillantes canicas rojas. Recuerda que no seremos recordados por nuestras palabras, sino por nuestras obras de amor.

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Timy el conejo

En un hogar cristiano de la ciudad de Buenos Aires, vivía una joven familia que tenía como mascota un hermoso conejo color caramelo llamado TIMY. Este simpático animalito corría y corría por el parque de la casa y le coqueteaba al perro
de la familia vecina. Siempre listo y rápido TIMY escapaba de las fuertes mandíbulas del BOXER llamado GARY. Durante semanas TIMY se le arrimaba y en cuanto GARY le miraba éste salía corriendo saltando con una velocidad que GARY nunca podía superar. Para evitar conflictos con los vecinos el papá de la familia decidió con esfuerzo colocar una red en la medianera para evitar que TIMY se pasara a la casa vecina, previendo que algún día el perro le atraparía y le haría daño. El pequeño conejo muy intrépido fue rompiendo la red con sus dientitos y haciendo un gran hueco por el que se iba a molestar a GARY. Una tarde que la familia salió a la reunión TIMY se pasó como era su mala costumbre a chusear al perro; pero esta vez no tuvo la misma suerte, el perro le tomó imprevistamente por el cuello y le sacudió de tal manera que lo atacó dejándolo casi muerto. Es ahora que TIMY debe vivir encerrado en una jaula porque el perro GARY entra constantemente por los huecos de la red que él mismo hizo y lo busca para atacarlo. Esto nos deja una enseñanza...si coqueteamos con el enemigo y le abrimos huecos en nuestra vida para que el penetre en nosotros, algún día nos atrapará. Esta experiencia nos hizo pensar acerca de los espacios que nuestra vida deja sin llenar por el Espíritu Santo y que son aptos para el avance del enemigo que solo viene para ROBAR, MATAR y DESTRUIR. Cuántos jóvenes hoy día están pasando para el jardín vecino sin saber que se están metiendo lentamente en el terreno del enemigo (un baile, un cigarro, un porrito, un poquito de alcohol, un experiencia sexual, amistades incorrectas, etc) Que Dios ilumine sus mentes y corazones para percibir aquellos espacios que estamos abriendo al enemigo de nuestras almas.

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Nos acostumbramos

Nos acostumbramos... a vivir en nuestra casa y a no tener otra vista que no sea las ventanas que nos rodean. Y como estamos acostumbrados a no tener vista, luego nos acostumbramos a no mirar para afuera. Y como no miramos para afuera luego nos acostumbramos a no abrir del todo las cortinas. Y porque no abrimos completamente las cortinas nos acostumbramos a encender más temprano la luz. Y a medida que nos acostumbramos, olvidamos el sol, olvidamos el aire, olvidamos la amplitud. Nos acostumbramos... a despertar sobresaltados porque se nos hizo tarde. A tomar rápido el café porque estamos atrasados. A comer un sándwich porque no da tiempo para comer a gusto. A salir del trabajo porque cae la noche. A cenar rápido y dormir con el estómago pesado sin haber vivido el día. Nos acostumbramos... a esperar un "no puedo" en el teléfono. A sonreír sin recibir una sonrisa de vuelta. A ser ignorados cuando precisamos ser vistos. Si el trabajo está duro, nos consolamos pensando en el fin de semana. Y si en el fin de semana no hay mucho que hacer vamos a dormir temprano y nos acostumbramos a quedar satisfechos porque siempre tenemos sueño atrasado. Nos acostumbramos a ahorrar vida que poco a poco igual se gasta y que una vez gastada, por estar acostumbrados, nos perdimos de vivir. Alguien dijo: "La muerte está tan segura de su victoria que nos da toda una vida de ventaja"

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