El rústico vagón de madera se desplazaba lento bajo el peso del carbón. Jaime Benett, como todos los días y al comenzar su jornada en aquella mina de Virginia, Estados Unidos, cantaba los coros que aprendió desde su niñez y que siempre le llevaron a recordar que había un Dios que estaba en control de todo y de todos. En la distancia se escuchaba el incesante picoteo de los trabajadores rompiendo las entrañas de la tierra, poniendo al descubierto enormes vetas negras. Sin duda—pensó—sería un día esplendoroso, así no viera el sol que avanzaba afuera, perezoso y somnoliento.
A sus 61 años le debía mucho a la vida. Tenía una familia e hijos que habían alegrado su existencia. Un trabajo y muchos anhelos de ver hasta su tercera generación. Quería lo mejor de la existencia, y por esa razón, era el primero en dar pasos en la empinada cuesta hacia la felicidad. Pocos lo veían amargado y, el único día que le vieron preocupado, fue cuando estaba por nacer su hija Audry.
Pero el curso de aquél día cambió. Sorpresivamente. Sin avisar. A la mansalva. La estructura de pilotes que sostenía el socavón, varios metros bajo tierra, cedió. La explosión subterránea lo dejó atrapado junto con once mineros más.
Alguien comenzó a gritar desesperado. "Calma...", interrumpió conciliador Jaime para, inmediatamente, sugerirles que cubrieran las paredes con plástico. " Así evitaremos respirar aire viciado y tóxico", les dijo.
Durante diez horas permanecieron atrapados. Y fue el tiempo que aquél maduro hombre, forjado a golpes de pico y pala, utilizó para describir en detalle lo que iba aconteciendo, salpicando sus relatos con impresiones personales. "Está oscureciendo. Todo se llena de humo. Falta el aire para respirar. Amo a mi esposa y mis hijos. Oh, Dios, vamos a ti, tú nos esperas". Líneas plasmadas en el papel que pasaron a la historia.
Cuando los rescataron ya era tarde. Sin embargo, las descripciones vívidas que hizo Jaime Benett, ponen en evidencia que hasta último instante cifró sus esperanzas y confianza en el Creador. Sabía que no estaba solo y que, al final del túnel, el amado Señor Jesús estaría esperándole con los brazos abiertos.
Confianza... confianza plena...
La verdadera confianza en Dios se evidencia, cuando en los momentos de crisis, depositamos todas nuestras esperanzas en Él, sabiendo que así sea el último momento de nuestra existencia, Aquél que nos creó está en control de todo y de todos.
Jaime Benett guardó la calma. Un rústico minero de 61 años le enseñó al mundo que "confianza en Dios" es mucho más que palabras. Debe hacerse realidad cuando estamos frente a una encrucijada o creemos que la fuerza de las circunstancias presiona tanto nuestras emociones, que amenaza con quebrantarnos.
El apóstol hizo una recomendación para todos aquellos que están sometidos a la angustia o atraviesan un mal momento: "Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los enaltezca a su debido tiempo. Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes" (1 Pedro 5:6,7. Versión Popular).
Si confiáramos más en Dios que en nuestras capacidades, el estrés, las depresiones y tantos males de nuestro tiempo, habrían pasado a la historia para dar lugar a nuevos amaneceres de paz y de esperanza... ¿Había pensado en eso? ¿Qué espera para comenzar a confiar en Dios?