Se llamaba Francisco Valencia pero en el pueblo lo conocían como "Juan Trampitas". Ni él mismo sabía quién o cuándo le endilgaron semejante epíteto. Sólo tenía claro que en toda la provincia lo llamaban igual. Y un día que llegó alguien preguntando por su identificación, todos negaron conocerle. Sin embargo apenas dijeron "Juan Trampitas", todos le señalaron al unísono en dónde vivía.
A propósito, su casa era grande, con unos jardines que adornaban la entrada y siempre, sin que mediara el estado del tiempo o la estación del año, tenía flores que de día enlucían el panorama con sus múltiples colores y especies, y en las noches perfumaban el ambiente, cuando las sombras lo invadían todo. Los terrenos de su propiedad no se contaban con las manos y tres vehículos, todos ellos traídos de la capital, reposaban en un inmenso garaje. Utilizaba uno y otro, dependiendo de su estado de ánimo.
Pero la esencia de todo estribaba en su costumbre de apostar. De niño lo hacía con los alimentos. Invariablemente le ganaba a sus hermanos el almuerzo, la comida o la mesada. Era una de las razones para que fuera tan gordo. En la adolescencia y juventud apostaba por todo. Y ganaba, invariablemente.
--Me acompaña una suerte sin parangón—, solía repetir al tiempo que acompañaba sus frases con estruendosas carcajadas que se escuchaban por todas partes.
Se enamoró de la joven más hermosa de la región y se casó con ella. Poco tiempo después llegaron sus tres hijos. Y seguía jugando. Era aficionado a poner sobre la mesa, grandes cantidades de dinero. Unas veces perdía, otras ganaba. La emoción del momento era su mejor acicate para seguir la carrera de apostador.
Pero inexplicablemente los últimos tres años de "Juan Trampitas" fueron un caos. Perdió tomo como en una cascada que se precipita violenta contra las piedras del lecho del río. Su esposa lo abandonó. Se llevó a los hijos bien lejos, donde no los halló. Estaba desesperada por la adicción de su marido, y temía que un amanecer cualquiera, por obra y gracia del juego, terminara siendo la mujer de otro.
Sumido en la bancarrota, durmiendo al amparo de sus familiares y sin mayores posibilidades de recuperar lo perdido, se mató. Lo hizo un sábado al atardecer. Corrió veloz por una carretera y se arrojó con el vehículo hacia un abismo. Perdió todas sus posesiones, hasta la más preciada: la vida. Todos recuerdan a "Juan Trampitas" en aquél pueblo, y el Notario suele repetir al referirse a él: "Yo siempre supe que terminaría mal".
¿De dónde proviene nuestra suerte?
Para muchos, como "Juan Trampitas", su suerte depende de sus atributos, capacidades o una condición inexplicable que, dicen ellos, les acompaña desde que nacieron y que es la causa de que todo les salga bien.
Sin embargo están equivocados, y aunque no se percaten, están irremediablemente condenados al fracaso. La situación es diferente para los cristianos. Nosotros creemos que, tal como dice la Biblia, nuestra suerte depende de Dios.
Sobre este aspecto en particular el salmista escribió: "Todo mi ser se consume, pero Dios es mi herencia eterna y el que sostiene mi corazón. Pero yo me acercaré a Dios, pues para mí eso es lo mejor. Tú, Señor y Dios, eres mi refugio, y he de proclamar todo lo que has hecho." (Salmo 73:26, 28. Versión Popular).
No siga depositando su confianza en lo que de nada sirve. Si desea que todo salga a pedir de boca, entréguelo en manos de Dios y permita que Él obre en su existencia... En poco tiempo verá los resultados...
A Juan Trampitas le falló la suerte
Dios ama la justicia
No pudo dormir aquella noche. Tampoco a la siguiente. Para ser sinceros, nunca más. Si bien conciliaba el sueño, era por muy pocas horas. Hasta que lo vencía el cansancio y, apenas sentía algo de relajamiento, abría los ojos para encontrarse con la penumbra de la habitación, espaciosa y desolada, y un enorme reloj despertador junto a la mesita de noche que amenazaba con enloquecerlo al repetir incesante el tic-tac que llegaba a lo más profundo de su cerebro.
Y no pudo dormir en paz nunca más, porque en cierta ocasión cuando le llamaron a atestiguar sobre un crimen, señaló con su mano al hombre que vendía carbón en la plaza de mercado. "Fue él. Yo lo vi anoche. No me cabe la menor duda". Y lo encarcelaron. De nada valió el llanto del desdichado ni sus juramentos. Nada. Lo condenaron. Por muchos años. Hasta perdió la cuenta.
El autor era conocido, pero él no lo quiso delatar. Era el más acaudalado del pueblo. Y le pagó mucho dinero. Le sirvió para comprarse una casa enorme a la salida del poblado, y dos docenas de cabezas de ganado. Vendió su conciencia, pero la conciencia no lo dejaba en paz.
Un día el reo se ahorcó. Lo hizo en la celda. Los guardias descubrieron el cuerpo apenas amaneció. Estaba aún con rostro de aburrimiento. Temía sin duda, que ni la misma muerte creyera su versión de que era inocente.
El acusador no duerme. No volverá a hacerlo. En su cara se aprecian las señales de los interminables desvelos. Enormes ojeras lo acompañan. Son su mayor verdugo cuando se mira al espejo...
Dios no ama ni acepta la injusticia
Nuestro amado Dios, es un Dios justo. No se complace ni acepta el que se cometan injusticias. Él es un juez que, en su momento oportuno, saca a la luz quién es el verdadero culpable.
Cuando vamos a la Biblia leemos que: "Dios se levanta en la asamblea divina y dicta sentencia en medio de los dioses. " ¿Hasta cuándo harán ustedes juicios falsos y se pondrán de parte de los malvados? ¡Hagan justicia al débil y al huérfano! ¡Hagan justicia al pobre y al necesitado! ¡Liberen a los débiles y a los pobres y defiéndanos de los malvados!" (Salmo 82:1-4. Versión Popular).
Es probable que usted haya obrado injustamente con alguien. Le causó dolor y daño con sus acciones. Sin embargo está a tiempo de reconocer su error y, con ayuda del Señor, resarcir el error.
Es probable que haya sido injusto con su cónyuge, un hijo o alguien familiar. Un compañero de trabajo o un vecino. Pues bien, si lo que anhela es agradar a Dios, es hora de arrepentirse y aplicar correctivos a sus acciones...
¿Cómo reacciona en los momentos difíciles?
El rústico vagón de madera se desplazaba lento bajo el peso del carbón. Jaime Benett, como todos los días y al comenzar su jornada en aquella mina de Virginia, Estados Unidos, cantaba los coros que aprendió desde su niñez y que siempre le llevaron a recordar que había un Dios que estaba en control de todo y de todos. En la distancia se escuchaba el incesante picoteo de los trabajadores rompiendo las entrañas de la tierra, poniendo al descubierto enormes vetas negras. Sin duda—pensó—sería un día esplendoroso, así no viera el sol que avanzaba afuera, perezoso y somnoliento.
A sus 61 años le debía mucho a la vida. Tenía una familia e hijos que habían alegrado su existencia. Un trabajo y muchos anhelos de ver hasta su tercera generación. Quería lo mejor de la existencia, y por esa razón, era el primero en dar pasos en la empinada cuesta hacia la felicidad. Pocos lo veían amargado y, el único día que le vieron preocupado, fue cuando estaba por nacer su hija Audry.
Pero el curso de aquél día cambió. Sorpresivamente. Sin avisar. A la mansalva. La estructura de pilotes que sostenía el socavón, varios metros bajo tierra, cedió. La explosión subterránea lo dejó atrapado junto con once mineros más.
Alguien comenzó a gritar desesperado. "Calma...", interrumpió conciliador Jaime para, inmediatamente, sugerirles que cubrieran las paredes con plástico. " Así evitaremos respirar aire viciado y tóxico", les dijo.
Durante diez horas permanecieron atrapados. Y fue el tiempo que aquél maduro hombre, forjado a golpes de pico y pala, utilizó para describir en detalle lo que iba aconteciendo, salpicando sus relatos con impresiones personales. "Está oscureciendo. Todo se llena de humo. Falta el aire para respirar. Amo a mi esposa y mis hijos. Oh, Dios, vamos a ti, tú nos esperas". Líneas plasmadas en el papel que pasaron a la historia.
Cuando los rescataron ya era tarde. Sin embargo, las descripciones vívidas que hizo Jaime Benett, ponen en evidencia que hasta último instante cifró sus esperanzas y confianza en el Creador. Sabía que no estaba solo y que, al final del túnel, el amado Señor Jesús estaría esperándole con los brazos abiertos.
Confianza... confianza plena...
La verdadera confianza en Dios se evidencia, cuando en los momentos de crisis, depositamos todas nuestras esperanzas en Él, sabiendo que así sea el último momento de nuestra existencia, Aquél que nos creó está en control de todo y de todos.
Jaime Benett guardó la calma. Un rústico minero de 61 años le enseñó al mundo que "confianza en Dios" es mucho más que palabras. Debe hacerse realidad cuando estamos frente a una encrucijada o creemos que la fuerza de las circunstancias presiona tanto nuestras emociones, que amenaza con quebrantarnos.
El apóstol hizo una recomendación para todos aquellos que están sometidos a la angustia o atraviesan un mal momento: "Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los enaltezca a su debido tiempo. Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes" (1 Pedro 5:6,7. Versión Popular).
Si confiáramos más en Dios que en nuestras capacidades, el estrés, las depresiones y tantos males de nuestro tiempo, habrían pasado a la historia para dar lugar a nuevos amaneceres de paz y de esperanza... ¿Había pensado en eso? ¿Qué espera para comenzar a confiar en Dios?
¿Qué es lo que hay en tu corazón?
La estación ferroviaria de Shimonoseki, en Tokio, se levantaba imponente ante sus ojos. Siempre había dormido al amparo de sus umbrales. Es más, en muchas ocasiones la consideró su casa, y hasta sentía molestia cuando, sin "su consentimiento", le cambiaban el color de la pintura que cubría las paredes.
Para quienes pasaban a su lado, él era un mendigo, un problema. Para él, que se miraba en los escaparates de los almacenes aprovechando el reflejo de los vidrios, era un soñador y un bohemio que vivía estimulado por sus sueños. "¿Qué importa lo que opine todo el mundo si yo soy feliz así?", solía repetir.
Pero una noche este vagabundo de 74 años tomó una decisión que jamás siquiera imaginó que cruzaría por su mente. Incendió la gigantesca estructura, una de las más importantes del suroeste japonés.
Y como si se tratara de un espectáculo de fin de año, se quedó apreciando cómo las llamas de diferentes colores, ora azuladas, rojas, violeta o amarillas, iban arrasando con todo a su paso. Las pérdidas fueron millonarias. El edificio de madera quedó reducido a cenizas.
Cuando las autoridades lo retuvieron, se limitó a decir que lo hizo bajo el estado de irritación. "Estaba con hambre y enfadado, y de alguna manera debía desahogar mi rabia", expresó.
¿Cuáles son tus reacciones?Los seres humanos reaccionamos conforme a lo que hay dentro de nosotros. El Señor Jesús lo expresó de manera sabia y divina al decir: "Los ojos son la lámpara del cuerpo; así que, si tus ojos son buenos, todo tu cuerpo tendrá luz; pero si tus ojos son malos, todo tu cuerpo estará en oscuridad. Y si la luz que hay en ti resulta ser oscuridad, ¡qué será de la oscuridad misma!" (Mateo 6:22, 23. Versión Popular)
Todo parte de la perspectiva que tengamos de la vida. Si nos alimentamos de negativismo, todo lo apreciaremos desde un prisma negativa. Si llenamos el corazón de rencor, sin duda responderemos a cualquier estímulo con rencor. Si animados la violencia en nuestro ser, seremos hombres y mujeres violentos. ¿La razón? Esas son las semillas que estamos sembrando en lo más profundo de nuestra vida y nuestros frutos serán iguales.
¿Ha pensado en la necesidad de cambiar? Sin duda que sí. Está bien que lo haga. No mañana sino hoy mismo. Ahora. Y, ¿cómo hacerlo? La respuesta es muy sencilla. Reciba al Señor Jesucristo en su corazón como el único y suficiente Salvador. Él traerá cambio a su ser. Todo será diferente. ¡Anímese! Hoy es el día para emprender esa transformación que tanto anhela...