Esta es una historia que por supuesto no es mía. La leí, pero me pegó fuerte, por eso quiero compartirla con Uds. Esta persona cuenta que una vez caminando por un país donde estaba de vacaciones, le llamó la atención un hombre. Sobre el es esta historia. Cuando lo vió, este hombre estaba vendiendo botellas. Lo extraño estaba en que las botellas eran bien oscura lo que literalmente impedía ver si estaban llenas, medios llenas o casi vacías, o lo peor vacías totalmente.
Cuando el relator le preguntó que contenían las botellas, el vendedor respondía que contenían cemento o pegamento para remendar hogares quebrantados, corazones decepcionados, noviazgos rotos, hijos malcriados y toda suerte de calamidad moral. Que sorpresa verdad. Dice el relator que se quedó observando hasta que alguien fue y compró una. Dice el relator que lo dejó irse al que había comprado la botella y que lo siguió a cierta distancia. Después de un trecho, lo alcanzó y le explicó todo, y le preguntó por que había comprado. El comprador respondió que no lo sabía, pero sintió que debía hacerlo. No se preguntó mucho, solo sacó pequeñas conclusiones como por ejemplo: está vendiendo lo que puede y eso es mejor que robar, hay que ayudar al que da la cara y ofrece, etc.
Al ver el comprador la sorpresa del narrador, le dijo: ya que está intrigado, lo invito a que juntos veamos que contiene la botella?, por supuesto que el relator acepto.
Cuando abrió la botella, vieron que adentro había nada más que un papelito. Una vez que lo pudieron sacar, no podían creer que el papel tenía una sola palabra escrita en él: AMOR
Por simple deducción nos dimos cuenta dice el relator, que el vendedor sabía que si sus clientes ponían en práctica esa palabrita AMOR, con el sentido que Dios mismo le imprimió, podrían resolver todos los problemas morales que los acosaban. Sólo que había una pequeña contradicción. Aquel vendedor de amor era un fracaso en su propio hogar. Se había casado y divorciado dos veces, y ahora vivía con la tercera mujer, pero sin estar casado con ella. Tenía hijos que ni siquiera querían reconocerlo como padre. El hombre era una vergüenza en la comunidad. De lo que vendía, él mismo no tenía nada.
Lo cierto es que todos sabemos lo que necesitamos. Sabemos que si hubiera amor y comprensión entre los seres humanos de todas las razas, no habría peleas, ni desconfianza, ni hogares quebrantados, ni hijos abandonados ni descarriados, ni conflictos nacionales ni internacionales. Tampoco habrían existido las Guerras Mundiales con sus bombas atómicas, ni guerras bacteriológicas, ni guerras civiles, ni guerras contra el narcotráfico y el terrorismo. Y no colgaría sobre nosotros, como la espada de Damocles, la posibilidad de una tercera guerra mundial. Pero si bien es cierto que sabemos lo que necesitamos, es indiscutible que no sabemos cómo conseguirlo.
Esto se debe a que el amor es atributo de Dios, y no podemos tener ese amor divino sin tener también a Dios. ¿Acaso podemos poner en práctica lo que no tenemos? Cuanto más nos alejamos de Dios, más nos alejamos de su amor, que es el único amor que perdura. En cambio, cuanto más nos acercamos a Él, más nos contagiamos de ese amor.
¿Cuál es, entonces, el sentido que Dios le imprimió a la palabra amor? Entrega, sacrificio. Lo hizo cuando su Hijo Jesucristo dijo: «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos», (Jn 15:13) y luego lo llevó a la práctica al morir por nosotros. Ahora nos pide a nosotros que sigamos su ejemplo. «Este es mi mandamiento -nos dice sin rodeos-: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado.» (Jn 15:12). De hacerlo así, sabremos también, por experiencia, por qué en el mismo contexto Cristo dijo: «Les he dicho esto para que tengan mi alegría y así su alegría sea completa.» (Jn 15:11).