Era una tibia noche del verano moribundo. La paz del barrio, la tranquilidad de la calle y el aire balsámico invitaban a salir, a dar un paseo y a jugar con los amigos. Y Susana Martinez de Pompeya, salió al encuentro de la noche.
Pero no halló la tranquilidad que deseaba. Lo que halló fue una bala. Una bala que le dio en pleno rostro a sólo una cuadra de su casa. Nadie sabe quién hizo el disparo, y mucho menos por qué lo hizo. Pero en un instante Susana entró en el silencio eterno, herida por el disparo de un inconsciente. Susana tenía cuatro años de edad.
¡Cuántas lecciones pueden aprenderse de ese infausto suceso! Un homicidio ciego como ese, sin razón alguna, y de una inocente niñita de apenas cuatro años de edad, lo deja desorientado a uno.
¿Qué placer se siente al disparar tiros al aire? ¿Qué mórbido impulso mueve a quienes tienen un arma de fuego y la usan sólo por placer? ¿Dónde deja su sentido común la persona que hace eso? Él o ella tiene que saber que ese perdigón de plomo cae necesariamente en algún lugar.
¿Por qué una bala perdida tiene que alcanzar a una inocente niñita de cuatro años de edad, alegría del hogar y encanto de sus padres? ¿No podría esa bala haberle tocado a algún anciano decrépito para quien una muerte instantánea es casi una bendición?
¿A qué alturas pudiera haber llegado ese pequeño ser a quien, apenas saliendo a la vida, le fue truncada su existencia de forma tan absurda, insensata e injusta? ¿Cuándo se acabarán todas las armas de fuego de este mundo, y se fabricarán sólo palas, azadas y rastrillos de arado?
A pesar de una tragedia como esa, hay esperanza cuando es una inocente criatura la que se va de esta vida. Jesucristo, el Hijo de Dios, dijo algo interesante en cuanto a los niños: «Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos» (Mateo 19:14). La pequeña Susana entró de inmediato en el cielo cuando su cuerpo quedó exánime en la vereda, ya que la gracia de Dios y la redención de Cristo en la cruz la cubren, la protegen y la salvan.
Quienes necesitan arrepentimiento, sincero y profundo, son los que practican la violencia y cometen delitos y crímenes atroces. Necesitan dejar el imperio de la furia y recibir a Jesucristo, el Príncipe del amor y de la paz.