Esto fue lo que me motivó y que dio un vuelco a mi vida. Esta pequeña y simple historia, es la base de lo que hoy me pone feliz. Se puede y es muy bueno.
Abelardo lo hizo solo. No aprendió los principios de las Escrituras bajo la guía de ningún maestro. A la sazón era la única alternativa ya que vivía dos horas adentro, en una montaña que se elevaba majestuosa junto a la cordillera de los Andes, en el Perú.
Después de terminar sus labores agropecuarias, hacia las cinco de la tarde, dedicaba dos horas al estudio bíblico. Lo hacía a solas mientras que su esposa preparaba los alimentos en la cocina. Leía
en voz alta. Con paciencia. Ávido por aprender todo lo que podían enseñarle las Escrituras.
Rayaba los sesenta años y tuvo el convencimiento de que valía la pena comenzar una nueva vida. La ofrecía Jesucristo y no importaba su edad. A él le pertenecía la posibilidad de reemprender el camino diario, de cambio.
Abelardo renunció a su vieja forma de vivir. Lo hizo con el convencimiento de que agradaba a Dios. No quería fallarle. Su esposa, con el paso de los días, terminó asimilando esa forma de vida. Llegó también a amar a Jesucristo de una manera especial.
Cuando sometemos al Hijo de Dios nuestra existencia, se producen modificaciones en nuestra forma de pensar y por tanto, de actuar. Es una transformación progresiva y firme la que se experimenta.
El apóstol Pablo escribió: "Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la Palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana" (2 Corintios 4:2).
En palabras sencillas puso de manifiesto que estaba dejando atrás su forma de vivir para emprender un nuevo camino con Cristo. Lo hacía caminando en Su presencia con transparencia, sabiendo que a los hombres podemos engañarlos pero no a Dios.