Jesús preparó a los discípulos para Su partida, diciéndoles verdades clave de la fe, cuando se acercaba la hora de su muerte. Les habló del cielo, y les aseguró que regresaría un día (Jn. 14:1-4). Les explicó que Él era el único camino al Padre (v. 6) y les señaló que la oración y una relación con el Espíritu Santo eran ingredientes importantísimos y necesarios en la vida del creyente (vv. 13, 14) Jesús describió al Espíritu como la promesa del Padre, un regalo que cada uno de ellos recibiría cuando terminaran los días de Jesús sobre la tierra. La presencia del Espíritu era tan vital que se les ordenó esperar en Jerusalén hasta que Él descendiera (Lc. 24:49). Después de la llegada del Espíritu, cada uno de ellos sería revestido de poder divino, distinguiéndoles como propiedad de Dios y capacitándoles para llevar a cabo la comisión dada por Jesús (Mt. 28:19, 20).
Para capacitarnos, equiparnos y darnos poder para obedecer Su plan, Dios le envía a cada creyente el mismo regalo: la persona divina del Espíritu Santo. Su presencia es esencial si queremos tener una vida cristiana victoriosa. Por medio de Su obra, nos hacemos conscientes del pecado, recibimos el poder para rechazarlo, descubrimos la tarea divinamente preparada para nosotros y logramos la fortaleza y el valor para hacer la voluntad de Dios (Ef. 2:10; 3:16).
Entender la verdadera identidad del Espíritu Santo es un imperativo para todo cristiano. Él es una persona, igual a Dios el Padre y a Dios el Hijo, y es también el regalo prometido que viene acompañado de poder. Hágase la siguiente pregunta: ¿Qué tan bien conozco al Espíritu Santo como una persona?